El viejo transistor suena al fondo de la casa sin cesar, día y
noche… Sólo dan malas noticias hasta que a las seis de la tarde, Magdalena
apaga el aparato y manda a parar. En unos minutos sus cuatro hijas y los tres
niños están listos, cogen sus pocas pertenencias y cierran la puerta. Corría el
año 1908 y desde hacía meses todos decían que aquel sería el último año. Comenzaron
a andar por aquella vereda maltrecha rumbo a la Casa de los Gala-Fernández, que
por aquellos lares era la única hecha con cierto tino. No llegaron los
primeros, ya había gente que se amontonaba en los bajos de aquella mansión
decimonónica. La noche sería larga, quizá la más larga de sus vidas. Los pequeños
corrían de un lado a otro ante los reclamos de los menos avezados en el arte de
bien amar. Los segundos pasaban más despacio que de costumbre y los candiles se
consumían acunados por los rezos del Rosario de las viudas más tristes que
anhelaban en secreto reencontrarse con sus maridos en el más allá. Pronto la
casa se llenó de todos aquellos temerosos de Dios que habían huido rápido
cobijándose en ella. No cabía ni un alma más y la oscuridad fue haciéndose con
todo, a la luna se le había olvidado salir aquella extraña noche de marzo. Hubo
quien pudo dormir y a las tres se repartió un poco de consomé, tal vez el
último, que sentó como un bálsamo perfecto calentando estómagos atormentados y adormilando
a los más intranquilos por lo que estaba por venir. Los perros no lloraban y
los todos gatos se habían ido de picos pardos. Las vacas y los bueyes dormían…
Al final no pasó nada, el mundo no se acabó y todos regresaron a sus casas con
las primeras luces del día.
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