Cuando las luces se apagan, no queda nada. Así, día tras día. Llegas a la oficina a las ocho y desconectas como si fueras otra persona distinta hasta las cuatro. Ríes, hablas, comentas, escribes, escuchas… A las cuatro y cinco regresa el vacío, la inmensidad de la nada. Los regresos son terroríficos. Un desierto en el que solo hay suciedad y polvo. Y no quieres mirar atrás porque es como si te abrieran en canal, como si te partieran en dos y ese dolor no te deja vivir. Ya no quieres. Es tan inmenso que no hay vida, ni muerte. Se te agolpan los recuerdos, los buenos y también los malos y las lágrimas se desbordan. Sin ton ni son, imparables. Sin que pase nada extraordinario, solo los segundos en el reloj de la cocina. Tic tac, tic tac. Y lloras, y ya solo quieres una cosa: dormir. Acostarte en la cama libre de todo lo que pueda suceder, sin que nada te toque, sin que nada te dañe. Bajo el edredón estás a salvo de lo malo, de la tristeza. Y quieres que los días se sucedan, que el tiempo no se detenga, que avance, aunque ya el calendario no te importe. Protegido bajo las sábanas, ya todo da igual...
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