A grandes males, grandes remedios. Por eso y ante la suspensión de mi viaje a la capital del Reino, decidí en un acto irreflexivo cambiar Madrid por Las Palmas. Ya lo sé, ese sitio trágico que me ha dado recientes alegrías, pero todas ellas basadas en el dolor de tu rechazo. La cosa surgió casi sin pensarlo. Tal vez por eso salió del modo en el que lo hizo.
Llegué al barrio de Los Pescadores pronto. Allí me tumbé un rato para descansar. La que se me avecinaba necesitaba que estuviese fuerte. Un sándwich de serrano y un delicioso bocata de calamares fueron la combinación perfecta. Con el Atlántico rompiendo contra las rocas como comparsa perfecta. La luna también estaba por allí y tuve tiempo de pensar. Con tranquilidad, aunque en dos ocasiones los locos del lugar me interrumpiesen. Uno era alguien que había llegado recientemente de Lanzarote, tras pasar unos días en Escocia. El otro, con una birra en la mano, sólo quería saber si la marea subía o bajaba. Sube, por supuesto, contesté.
La noche comenzó pronto. Como a las nueve. Justo cuando llegó el tercer vértice del Trío Calaveras, que tras findeaño -memorable jornada- volvía a unirse. La botella de ron Cacique, agua clara para ellos, nos duró un asalto. Y a las doce ya estábamos llamando a Rosita para irnos a quemar Las Palmas.
Hay pequeñas lagunas en mi memoria. No recuerdo bien si estuvimos en La Floridita. Sé que iba en coche y me reía. Donde sí sé que estuvimos fue en el Miau, pero estaba vacío. Aunque hablamos con un chico que luego nos llevó a otro sitio. Los chiringuays fueron nuestro siguiente destino. Música y baile, pero Rosita y el tercer vértice del trío Calvaras se fueron. Lagalleguiña y yo nos quedamos solos. Ella acompañada por un chiquito que se iba pronto por lo que un grupo de mariquitas nos indicó que el mejor lugar para continuar era el Miau. Allí fuimos, otra vez, y seguía vacío.
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