Observo su fragilidad, su
estado anímico y mental. Y me siento egoísta, terriblemente egoísta, porque a
pesar de su vulnerabilidad, a pesar de su dolor, solo puedo pensar en el mío.
Solo puedo proyectarme en él. Así voy a estar yo cuando Germán ya no esté a mi
lado. Me voy a convertir en esa persona, en alguien que va a necesitar mucho
más de media hora por las mañanas para reordenar un mundo sin mi marido. Para
ordenar el desorden que deja. Ay, Dios...
El desorden que dejas, de
Carlos Montero
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