Yeray vivía en un bloque de
diez pisos y en cada piso había cuatro viviendas. Era el bloque A, que estaba
al lado del B, del C, del D y el E. Aquella zona había sido urbanizada hacía
unos veinticinco años, justo cuando al nuevo alcalde le dio por limpiar la zona
centro. Derivó a Los Mancos a cientos de familias afectadas por la aluminosis,
que hacía estragos desde los años sesenta del siglo pasado. La excusa perfecta
para que las barriadas desaparecieran sin hacerlo. Nadie se opuso al gueto:
unos porque se quitaban de encima a gente de baja estofa y los otros porque
tenían casa nueva. Yeray no sentía nada ante el alboroto, ante los follones o
la suciedad. Los perros lo mordían todo y las niñas tiraban las cáscaras de
pipas a la acera. No había barrenderos y a los chicos les daba por incendiar
las papeleras. Eso era lo normal y quizá por eso soñaba con irse lejos, se veía
en una casa en Seattle, Anchorage, Chicago, Victoria en la Columbia británica o
el condado de Essex. Era de esas que se veían en las películas, como de madera,
inmensamente grandes, con jardín y árboles a su alrededor. Los vecinos eran
simpáticos y algún fin de semana le invitaban a hamburguesas. Entre semana iría
al centro comercial y regresaría a casa en una rubia cargado de esas bolsas de
papel...
Una excusa diferente, de Rusos blancos.
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