Eran las
tres o las cuatro de la mañana, ya no lo recuerdo bien. Sé que salimos del bar
porque era tarde y no había demasiada gente. Y eso era raro porque siempre se llenaba.
Ibas sonriendo y yo con alguna cerveza de más, alegre por seguir un día más a
tu lado. La noche lo envolvía todo y yo flotaba porque por fin la vida parecía
que me sonreía. Y de repente me detuviste en una acera de aquellas, sucia y
llena de cucarachas. Me atrapaste y me besaste. Treinta segundos eternos. Todo pasó
muy rápido, dejé de tocar el suelo y a partir de ahí no me enteré de nada más. Me cogiste
de la mano y en un instante efímero estábamos juntos en el ascensor que nos
llevaba a tu casa. Aquella luz no me gustaba, luego tu salón y tu cama. Recuerdo
tus calzoncillos, hacía calor. Las paredes eran extremadamente blancas… Y lloré
porqué justo ahí supe que no me querías, que nunca lo harías. Querías, te
esforzabas, pero yo no sabía cómo hacer para que pudieras. Y vaya que si lloré.
Lo hice vestido de silencio, porque tú dormías a mi lado. Deseé con tantas
fuerzas que aquello no hubiera ocurrido nunca, que nunca me hubieras dicho que
no. Y no se hacía de día. No se hacía de día y yo me moría… Recé porque
aclarara, porque el sol saliera de una puta vez, porque me dejaran de doler las
entrañas… Pero nada de eso pasó.
Siempre brilla el sol, de Lori Meyers.
Pd. Ahí queda eso...
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