Por la noche, ya en la casa, en lugar de ir a cenar
con sus compañeros, se quedó solo en su habitación para estrechar contra él la
bolsa que le había preparado su padre. Inspiró las páginas de los libros y la
tela de la ropa, se impregnó de olores, acarició la cicatriz sobre su corazón y
abrazó aquella bolsa como hubiese deseado que su padre lo abrazase. Y se echó a
llorar. Cogió un papel y comenzó a escribir una carta a su padre, una carta que
no recibiría nunca.
Los últimos días de nuestros padres, de Joël Dicker.
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