Las persianas están bajadas. No entra la luz. Es uno
de enero, pero hace sol. Como si fuera verano. No se ven nubes a lo lejos,
tampoco cerca. Dentro comienza a imponerse la penumbra. En pocos minutos no se
verá con claridad y habrá que encender la lámpara del salón. La que no alumbra
casi nada porque uno de los bombillos está fundido y nadie lo ha cambiado. Se quedó
ahí, acaparando polvo. Solo. Y a nadie le importa. Los días se suceden. Uno tras
otro. Hace tiempo que nadie traspasa el portal, los goznes de la puerta
chirrían por la inactividad. Los lunares me saben a soledad. Las arrugas de la
cara, las de la frente y las que me franquean los ojos también. No es un sabor
agradable, duele. He entreabierto la ventana, por si entra algo de aire. También
tierra. Si esto fuera una gran ciudad habría hollín. Pero no lo es. Y tanto que
no lo es. A veces se me olvida barrer. Creo que ya no venden escobas y por eso
ahora todo es peor, más triste. No las fabrican y eso, irremediablemente, es
algo que me fija la pena a la piel. Mi vida. Todo lo que veo. Es como si me
rodeara una nube de dolor, que me acompaña allí a donde voy. Tiznada de
aflicción y desconsuelo.
Vamos a olvidar, de Soleá Morente y La Casa Azul
Pd. Feliz 23.
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