La costumbre a veces es mala
compañera. Sobre todo cuando se empeña en que ya nada puede cambiar, en que las
cosas tristes han venido para quedarse, que no hay nada que hacer. Impávida se
tropieza con unos ojos tristes y pasa de largo, como si no tuviera sangre en
las venas o como si esto de la vida no fuera con ella. Y ellos, ilusos, se
revuelven buscando un poco de luz, de calor. Qué malvada es la pobreza, siempre
tener ganas de todo y no hallar nada. Todo se ve peor, como si todo fuera en tonos
ocres y oliese a rancio. Y luchas para zafarte de los remiendos, casi por
inercia, pero sin demasiada convicción. Sólo te queda aguantar, aguantar hasta
que la costumbre se canse y te deje en paz. Pero no es tarea sencilla. Está ahí,
empeñada en que las cosas salgan mal, en que te vaya de pena. Y hay días en que
lo consigue, otros simplemente olvidas, arrullado por las olas del mar o por
una maldita canción triste. Y vuelves a desear, casi por costumbre.
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