Eran las
nueve de la mañana pasadas y oí ruido en la escalera. Cosa habitual en mi
edificio, acostumbrado a que todo se debata en los rellanos ya que la media de
edad de mis vecinos supera la sesentena. Eran las nueve pasadas y se oía cómo
bajaba el ascensor. Después la puerta de la calle. Es imposible que aprendan a
cerrarla con cariñito, pensé un poco agobiado por la vida. Volvió el silencio y
convine conmigo mismo en que era un buen momento para subir a la azotea a poner
una lavadora. Salí con mucho cuidado y llamé al ascensor. En menos de un tris
ya estaba en mi destino.
En la azotea no había nadie, pero se escuchaba la
lavadora de mi vecina dando vueltas. Igual que muchas cabezas estos días de cuarentena,
que lo único que tienen que hacer es dar vueltas y vueltas. El silencio
imperaba sobre todo desde la gran revuelta entre todas mis vecinas que se
produjo dos meses antes del confinamiento. Ahí estaba aquella lavadora
traqueteando a la que pronto acompañó la mía. Volví a bajar a mi piso a esperar
con cierta inquietud los 40 minutos del lavado. En el trayecto me anoté
mentalmente comprar un suavizante, no soporto que la ropa no quede suave aunque
siempre termine comprando uno cualquiera con aroma a jabón de Marsella.
Tic
tac, tic tac, todo en silencio. Suena la alarma y vuelta a empezar: Ascensor,
portón de azotea, cuarto de lavadora y a tender bajo la solajera. De regreso al
hogar me tropiezo con que la del Cuarto, de las más veteranas de mi edificio,
tiene unas All Stars enchumbadas en lejía en la alfobrilla de su descansillo.
Esa tan naif, que siempre me ha dado un poco de repelús. El olor a lejía
tumbaba un poco para atrás. Sentí un poco de pena por esas All Stars, que
pasaran a mejor vida después de la pandemia. Esa señora de pitillo en mano,
cardado, laca y surcos en la piel siempre ha sido muy moderna. Ahí estaban esos
tenis chorreando sobre la alfombrilla, a pesar de que desde 2016 está prohibido
dejar cosas por fuera de los pisos. La del Cuarto incumpliendo la norma de la
Comunidad que ella promovió aquel mes de junio porque los alquilados del
Segundo acostumbraban a dejarlo todo en la puerta: basura, mobiliario,
electrodomésticos viejos, todo. Y eso, según ella, nunca se había visto antes en
el edificio, que somos gente buena y decente y limpios.
Boda en Las Vegas, de Hotel Flamingo.
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