Tenía atravesada la soledad, lo notaba en la garganta. Ese es el único síntoma bueno, el que permite un diagnóstico claro, esa incapacidad de respirar, de tragar. Que busques aire y no lo halles, que andes como caballo desfondado, como si tuvieras una correa alrededor del cuello que te impide continuar vivo y te revuelves una y otra vez buscando. Las piezas del puzle están bien colocadas, pero algo falla. Es casi imperceptible, pero sabes que algo no va bien. El despertador, el chirrido de la puerta, el ascensor lento y la luz trémula del descansillo. Todo es igual que ayer, y que anteayer. Los mismos barrenderos en la calle, la señora que da de comer a las palomas y los orientales colocando las mesas de la terraza del primer bar de la mañana. Todo parece igual que siempre, hasta los que no tienen un hogar al que ir están en sus respectivos bancos escuchando esos transistores tan tristes. Todos los días lo mismo, pero hoy estás solo. Más si cabe. Y la garganta atravesada no te deja pensar otra cosa que no sea la pena de esta existencia que hoy es tan triste. Lo que pensabas ayer ya no te vale, ya no te es suficiente. Y no ha pasado nada, eso lo sabes, nada importante al menos. Nada. Solo es un día igual que el lunes de la semana pasada o a aquel primer martes de octubre. Solo ha variado una mínima cosa, una pequeñísima, hoy sabes que estás solo.
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