Soy Eduardo, dijo sin preámbulos y de pronto el mundo se detuvo por completo. Los semáforos se pusieron en ámbar y los barriles de cerveza se secaron para siempre. El corazón se me paralizó y la sonrisa se me congeló un instante imperceptible que me pareció eterno. Mucho gusto, respondí moribundo y desapareció entre la marabunta. Después el suelo no se abrió bajo mis pies y no pudo tragárseme, a pesar de que ese fue mi único deseo. Dejé de respirar y el pasado se abalanzó contra mí con una inusitada violencia. Era él. Era él y no otro. Nunca lo hubiera imaginado así, con esa sonrisa altiva y desafiante. Era el oficial, el que tenía los derechos, y yo: el otro, el que sólo tenía los momentos a escondidas para enseñar el amor. Llegué cuando aquello entre ellos agonizaba y sin saberlo me metí en una habitación complicada que sólo me dejó desesperación. Fueron dos años en los que a pesar de hacer todo lo posible para evitarlo siempre me despertaba con la sensación de que nunca sería para él tan bueno como Eduardo, el perfecto y maravilloso Eduardo. Nunca quise conocerlo, me daba miedo percatarme de que no estaría a la su altura. Ahora tanto tiempo después -cuando ya todo ha pasado- el azar lo había puesto en mi camino. Quizá para que el puzle termine de una vez por todas de completarse. No sé si sabía quién era yo o si lo hizo con toda intención, pero allí llegó para decirme quién era y lo ejecutó sin contemplaciones, como un alud que lo devora todo y no deja nada tras de sí. Soy Eduardo, retumbaban mis oídos y la piel se me deshacía sin consuelo. Soy Eduardo, repetían incapaces de escuchar el mundanal ruido de la vida. Soy Eduardo, soy Eduardo, soy Eduardo…
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