Siempre
pensó que no le tocaría a él, que se moriría trabajando entre aquellas cuatro paredes, pero aquella mañana de
otoño la secretaria del dueño, la señorita Rose, le comunicó que la Corporación
Gapafastion había decidido rescindir su contrato. No había hueco para él y con él
se iban a la calle otros cuarenta hombres y mujeres más. No estaba solo en la
calamidad, pero eso no era consuelo. Llevaba en aquella fábrica más de quince
años, toda una vida. Desde hacía unos meses el número de desempleados iba
creciendo sin parar en la ciudad y los despidos eran un goteo que no cesaba. En
las reuniones del sindicato la ferocidad iba creciendo de forma imparable. La desesperación
aquí iba de la mano de la rabia. Pronto llegaron las revueltas y los
disturbios, antesala del hambre. Muchos la tomaban contra las máquinas,
aquellos inventos del demonio que hacían todo el trabajo y eran sinónimo de
paro y pobreza... Él no sabía qué hacer.
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