La
pesada bruma del invierno se disipó, por fin, el pasado martes. Fue de una
forma repentina e inesperada. La pequeña Mery Sue se había levantado con la
inquietud de querer recolectar las fresas de temporada antes de que se echaran
irremediablemente a perder. Salvar la cosecha era su máxima y única preocupación.
Por su parte, Tom, que había salido a dar de comer al ganado, sólo pensaba en
su triste corazón. Últimamente le había dado algún disgusto y tanto pesar a
cuestas siempre terminaba pasándole factura. Desayunó una quinta de vino y tiró
para el monte. A media mañana sintió una pequeña intranquilidad en el estómago.
Fue como si lo inevitable se aproximara imparable. Pocos segundos después,
entre la niebla, se hizo fuerte un primer rayo de sol. Con los ojos bien
abiertos, culpa de la extrañeza del fenómeno, se mantuvo quieto hasta que el
sol contento terminó por vencer a la densa neblina. A Mery Sue se le cayó al
suelo la cesta llena de fresones y corrió henchida de felicidad hacia el claro
del bosque. Allí se encontraron y gozosos se dieron un gran abrazo. Ambos sabían
que la llegada del sol iba de la mano del regreso de Matt. Tal vez tardaría
unos días, a lo sumo dos semanas, pero más pronto que tarde aquel militar
irlandés, pelirrojo y siempre sonriente, estaría en casa de nuevo, junto a su
hija y al amor de su vida.
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