Se había levantado aquella
mañana muy temprano, un poco antes de los primeros rayos de sol. Llevaba demasiado
tiempo despierto y no aguantó más tiempo en la cama. Le desesperaba estar dando
vueltas y no poder conciliar el sueño. Se había encomendado a todos los santos
y también a todos los dioses que conocía, pero su empeño fue en vano. Y despierto,
acompañado por el sonido que hacían los operarios de la mañana, se fue hasta
aquel maldito aparato que últimamente tanto desasosiego le había traído en su
vida. Miró su correo electrónico y nada, también los sms y el buzón de voz. Nada
nuevo bajo el sol, así que tuvo que quedarse con aquel maldito mensaje -guardado
desde hacía una hartada tiempo- que decía bien claro que no pasaba nada, que
todo estaba bien. Pero él sabía que a veces las palabras mienten o que, al
menos, no van en sintonía con la realidad. Eso también le sucedía a él, se
escribía todos los atardeceres que al día siguiente todo sería mejor, que haría
un montón de cosas para mejorarse, pero... no siempre lo conseguía aunque su intención
era inocente, sin mácula. El amor se le iba apagando y él no podía hacer nada
por evitarlo, había intentado achicar toda el agua, pero la vía había logrado
abarcarlo todo. Apagó su teléfono inteligente y no pudo contener su llanto. Todo
se le había convertido en lágrimas. No se había movido ni un centímetro, estaba
en el mismo lugar, en el sitio de siempre. Era el mismo, pero ella aunque no lo
confesaba se había querido ir. Y saber, igual que vivir, ahora le dolía
demasiado.
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