Sintió, aquella mañana de agosto, como el agua le alcanzaba el cuello.
La tormenta había comenzado poco antes y la tromba primero le arrastró al borde
del precipicio y luego, sin piedad, lo dejó en mitad de un descampado a donde
iban a parar todas las aguas de aquella triste tempestad. Después, como si nada
hubiera pasado, despertó. Sintió el sudor cálido en su abandonada nuca y miró presto a su
alrededor. No había nada, se convenció. Todo había pasado. O al menos, eso le parecía. Tras la catástrofe, sólo
calma y un cielo lleno de estrellas. Ahora la amenaza es otra, la calima.
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