martes, 15 de agosto de 2017
Las navajitas
Aquel agosto era un no parar. Era lo que les tocaba por vivir en las
medianías, desierto de actividad durante el periodo estival. Por aquel pueblo
no pasaba «ni el Tato», como le gustaba decir a Marita. Y en éstas era normal
que el grupo de las «navajitas», por su amor incondicional a Navajita plateá,
intentara buscar alivio en cualquier parte. Allí donde había un poco de meneo,
allí intentaban estar ellas. No siempre era fácil conseguir el permiso de sus
padres, pero con la excusa de que iban todas juntas, siempre aflojaban. El próximo
objetivo era lograr estar en la romería de San Nicolás de Bari, que sin duda
era la mejor fiesta del verano. Puri fue la que más problemas tuvo de las
cuatro, ya que a su padre Filemón no le hacía ni pizca de gracia que su pequeña
anduviera a las tantas, triste y sola, rodeada de una manada de lobos. Cuando el
argumento de que iban todas, no funcionó tiró del llanto y de la promesa de que
irían todo el rato con la madre de Solveida, sin separarse un mínimo instante. Claro
está, la madre de Solveida, inocente, estaba de vacaciones en Maragatos, a
miles de kilómetros de allí. Al final, llegó el día y se pasaron toda la mañana
preparándose en casa de Marita. La primera en llegar fue Mariví, que había ido
en bicicleta con su mochila, que pesaba un quintal. Después llegó Solveida
revolucionándolo todo, la había llevado Suso, su hermano, y no perdió la oportunidad
de intentar encasquetárselo a Mariví. La última, una vez más, Puri, que no
perdió la costumbre de hacerles saber que era un alma en pena. Las cuatro
tenían ganas de fiesta y es que Marita cumplía quince. La oportunidad bien
valía una botella de ron, que se bajarían entre las cuatro para congraciarse
con aquel verano tan muermo en el que estaban atrapadas. A las cuatro de la
tarde salieron ataviadas con los trajes típicos, incómodos y que las asaban,
porque desde la calle Tino no paraba de tocar la pita. Tino era la última
conquista de Marita, al que más pronto que tarde ella daría el pasaporte porque
era de las que creía que la vida había que vivirla. Entre pitos y flautas
llegaron un poco tarde, la romería ya había salido, y Mariví se puso de morros.
Ella es así, la remedaban a sus espaldas. La botella comenzó a bajar y cuando
ya no hubo más, se pasaron a mendigar entre las carretas por un poco de vino
peleón. El botín les sirvió para medio llenar su botella de nuevo. Sentían que
juntas, las «navajitas» podrían con todo. Cuando llegaron a la plaza del pueblo
y el santo entró en la ermita ya ni se conocían. Estaban en lo más alto:
bailando, riendo, sintiendo que todo era posible. Y en mitad de la euforia
Mariví vio a Gloria, una cuarentona de por allí, que se la llevó a un apartado.
Entre unos coches a medianoche, la besó y la acarició como siempre pensó que la
besaría su príncipe azul. Y en mitad de la euforia tuvo miedo, se apartó y
rechazó a aquella marimacho que tenía un par de hijos y siempre tenía pinta de
borracha. Prefirió no pensar, regresó al bullicio de la nada, a los gritos y a
las risas. Volvió con Puri, a la que ya le dolían los pies, y a Solveida, que
tenía el periscopio puesto porque no quería quedarse sola, aunque se moría por
comerse a Sulliván. Él prefería a las guapas y eso que a ella solo le faltó
arrodillarse. Mariví buscó la botella que cargaba en la mochila y tomó el
último sorbo sin respirar. Nada sabían de Marita, que siempre desaparecía en
aquellas fiestas. Mariví buscó aire, miró a las estrellas y cuando a punto
estuvo de llorar sonó su canción favorita. Durante aquellos tres minutos dejó
de sentirse sola y bailó. La noche, aquella noche que ponía punto y final a su
verano, menguaba. El miércoles comenzarían las clases y con ellas la maldita
rutina del invierno. Cuando la música se apagó definitivamente fueron a por
unos perritos calientes, hacían tiempo para que llegaran Marita y Tino, que
eran los encargados de llevarlas a casa. Cuando todos se habían ido, la
parejita regresó con más ganas de marcha. No sabían de la hora, solo sabían del
amor, del verano y de la vida. Puri, Solveida y Mariví subieron al coche y les
dejaron hacer.
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