Ya basta. Quiero bajarme. No quiero oír, no quiero respirar. No quiero… De verdad, solo deseo que esto se detenga. Cerrar la puerta y que dé igual todo lo que ocurra después. Fuera. No puedo seguir escuchando. No más. Pero no puedo llorar. Eso sí que me gustaría. Derrumbarme por completo, como hacen los árboles que dejan de ser jóvenes. Hoy es jueves, y llevo todo el día pensando que era viernes. Deseando que lo fuera. Para poder descansar de todo dos días. Solo dos días sin tener que sonreír, sin tener que aparentar que todo va bien, que no siento ni padezco. ¡Malditas 48 horas que nunca llegan! Tumbarme a dormir. Leer un par de páginas del libro que está en la mesilla. Un día se te olvidó preguntarme por cómo estaba, por lo que sentía, si estaba bien. Luego me acostumbré a que nunca lo hicieras. Simplemente pasó así. Y en ese camino me descubrí siendo otro distinto. He perdido el rumbo, ni he sido consecuente ni tampoco estoy orgulloso de la persona en quien me he convertido. Dejé de gustarme, y no me refiero a mis ojos, ni a mi pelo o mi culo. Me he visto apartando la mirada para no ver lo que me dolía, defendiendo lo indefendible y odiando. Me justifico, pero sé que no, que tendré que volver a comenzar. Sí, me detesto. Me detesto no siendo el personaje que un día me inventé. Yo tenía que ser buena persona, tenía que ser amable, divertido, debía tener sentimientos positivos, el buen maricón. Pero he aprovechado la adversidad para coger el atajo de la degradación, todo lo mancho. Y no puedo más. De verdad, no puedo volver a escuchar cómo el despertador suena a las 7.55 de la mañana. Tampoco quiero tener que sonreírle todos los días a la loca que eructa porque simplemente no me cae bien. Ni que mi cartera esté llena de monedas falsas. No puedo más. No puedo más, pero tampoco puedo dejarme caer. Si dejo que me arrastre la corriente sería peor. O eso creo. No sé qué pasaría y ese vértigo, el de la incertidumbre, me atenaza tanto que continúo asido a esta tabla semihundida en la que se ha convertido mi día a día. Me paso el día mirando fotos en Instagram, viendo vidas ajenas. Maravillosas. Leyendo frases y deseando que veas mis storys. Pero no eres real. No lo eres, eres una fantasía dibujada en el aire y que se me mete por las narices para darme el alimento justo para continuar vivo. Me imagino bailando en una discoteca vacía de Viña del Mar como si fuera la Gloria de Sebastián Lelio. Atrapando la dicha más efímera. Esa que lograría hacer que me olvide del rencor. De la rabia por cada comentario, por cada gesto, por cada mala orden. Pero no se me olvida, lo tengo clavado en lo más fondo del estómago. Cada frase. Cada una de ellas. Y de cómo me hice el loco, como sonreí a cada ataque como si no hubieran sucedido. Agachando la cabeza. Los odio, me odio. Por eso quiero que todo se detenga, que no quiero escucharlos más, que no me interesan sus problemas de hombres y mujeres blancas, heterosexuales, de mediana edad y con dinero suficiente en el banco. ¿Dónde está Bruno Bergeron? Ojalá lo supiera. Le preguntaría por si a mí también me toca esperar por mi turno. ¿Siete, diez años? Siempre anhelando, rezando para que Apolo me mire, por muy hijo de puta que sea. Y mientras tanto, atravesando por las penas del mundo, sin vivir. Sin respirar. Sin estar en Tel Aviv o Montevideo. Encerrado en estas putas cuatro paredes de las que ya no quiero salir. Lo que daría por estar ahora mismo en un bar de lesbianas, donde nadie me juzgue, ni me mire…
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