En algún punto lejano en el tiempo su vida cambió. Sus ojos dejaron de
tener aquel brillo especial que sólo da la felicidad. Su gesto, antes diáfano,
se había oscurecido ostensiblemente. Sus manos se movían torpes y su andar se
había vuelto retraído, huidizo. Los que le rodeaban no se dieron cuenta de
forma rápida, sino que fue con el paso de las semanas, de los meses, cuando
cayeron en aquella intranquilizadora metamorfosis. En ocasiones, hasta
desasosegante. Le observaban como distraídos y todos coincidían en que no era
el mismo. Era otro, más triste.
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