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Garachico es un lugar que me gusta. El olor a mar lo inunda todo. El volcán y la sal, también. Siempre hay gente paseando por sus aceras. Hay listas de otros lugares que no me alegran tanto. Dices que anoche era el número dos en la tuya. Estaba en esa honrosa posición, en el orden de tus llamadas por hacer. Felicidades. Me llamaste y ya pudiste borrar mi nombre de la misma. Cumpliste. Una obligación menos.
La lava devastó Garachico en el siglo XVIII. Y a veces mi alma también está así. Es como un pozo en el que todos van a tirar sus penas. Uno sin fondo. Débil. A punto de romperse. Cansada de tanta ropa sucia. De tanto problema y tanta llantina. ¿Qué gano yo sabiendo esas cosas? Que el estómago cada vez se me haga más chico y triste.
Años después. En el siglo XIX llegó la cochinilla a Canarias. Supongo que también a Garachico. De pequeño jugaba con ella. Entre tuneras y rabo de gato. Me gustaba manchar mis dedos de ese amargo color púrpura. Sucios. Para siempre. Como mácula imposible de borrar. Igual que tu desamor.
Y al final llegó el perro del hortelano. Ese que ni come ni comer deja. Ese que no sabe ni de listas, ni de obligaciones, ni de almas cansadas porque de lo único que entiende es de sí mismo.
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