Las puertas se le habían
cerrado un jueves del mes de marzo. Hacía ya casi cuatro años que había perdido
su empleo y desde entonces todo había comenzado a ir cuesta abajo. Las primeras
llamadas de confraternización fueron dejando paso al silencio
más absoluto. A las pocas semanas ya nadie quería saber nada de ella, estaba
ahora sí fuera, irremediablemente, del sistema. Después comenzó el toque de
queda, sin dinero poco había que hacer fuera de sus dominios. Su vida parecía
entonces una sitcom de los años 80, una de aquellas dónde todo transcurría
entre las cuatro mismas paredes. Decorados sin color, para una vida triste. Las
restricciones de comida también la alcanzaron, su nevera dejó por arte de magia
de llenarse. Y a medida que esto sucedía, las ganas de todo fueron
incrementándose exponencialmente. Vivía en un sempiterno desconsuelo. Quiso
mudarse a un banco y un alquiler más baratos, pero sin ese maldito papel que
dice que estás en nómina no había qué hacer. Sin saber cómo, también había dejado de
ser ciudadana. A veces tenía la sensación de ser un azucarillo que se había
disuelto en la nada, que era invisible al resto y que nada podía hacerla
regresar al mundo de los vivos. Con los amigos, el dinero, la salud y la
esperanza también se le había ido de paseo la autoestima. Igual que uno de esos
maridos que salían a por tabaco y jamás regresaban. Ahora, sin nada, poco más tenía
que perder.
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