Se alongó al balcón y no atinó a ver nada. Ni coches, ni doñas con carritos de la compra, ni perros abandonados. Llevaba los calcetines blancos y el pijama negro puestos. Cruzó los dedos deseando que algo pasase, pero esperó en vano un buen rato. Le comenzaron a sonar las tripas y soñó con un buen desayuno de verano, aunque fuese diciembre. Las rodillas comenzaron a cansarse y se preguntó qué diablos buscaba si por allí no pasaba nada. Dejó el balcón y optó por la ventana. Tras el cristal se fijó en las nubes, quedaba alguna oscura pero la mayoría se había ido lejos. El frío no daba tregua. Creyó oír unas campanas, pero la iglesia del barrio le quedaba demasiado lejos. Quizá un coche de bomberos o el carrito de los helados. Al final se impuso el silencio y así todos los días. Uno y otro. Siempre. Siempre, desde que descubrió que el suyo era un amor con minúsculas…
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