Llegas solo. No hay mucha gente. Quizá quince o veinte. Ocupan las esquinas y los sofás de plástico taiwanés. Las paredes no tienen cuadros, sólo un par de monitores en las que siempre se pueden ver imágenes de personas que se quieren y también de peces. Das vueltas. Hablas con unos y buscas. Siempre buscas. Con los ojos, con los dedos. Te intentan atrapar, mientras observo de lejos. Al rato estás de nuevo solo y te vas igual que llegaste. Sin más.
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