sábado, 4 de marzo de 2017
Wico
Wico había nacido en un mundo raro y ahora estaba sola. Podría haber nacido en un pueblo de Alabama o en una de esas calles tan transitadas de Belfast, transitadas por los antidisturbios, pero había visto la luz en un pueblo de montaña en una isla adormilada tras el «boom» turístico de mediados del siglo XX. Ella lo hizo un poco más tarde. Lo hizo a finales de los setenta, justo cuando la pobreza invitaba a no combinar bien los colores de sus trajes de niña buena. A su madre le gustaba vestirla con minifaldas de rayas y pulóveres de lana en verano y con camisillas y tirantes de pana en verano. Era lo que tocaba, aunque no se notaba demasiado ahí fue cuando comenzó la bifurcación entre ricos y pobres. Mientras Amaya estrenaba disfraz de rumbera, a ella le tocaba ir con su madre por las casas de las vecinas juntando retazos para vestirse no se sabe muy bien de qué. Pero eso no le importaba o sí. Nunca lo supo bien, porque pocos la veían. En su colegio, según don Eladio, el maestro, Jonás era el listo, Deivid había viajado a Londres, a Jonathan siempre le daban los mejores papeles para la función de teatro de fin de curso, Mayer era un gran deportista, Isidoro el más intrépido y Julián el más aplicado. Después, a lo lejos, estaban Marita, que sería una gran enfermera porque le gustaba cuidar a los más pequeños, Nancy que quería ser repostera y Bea «la tetona», cuya máxima ambición era ser madre. Y ella nunca aparecía en el listado de honores. ¡Cómo iba a hacerlo si le gustaba subirse a los árboles y jugar al balonvolea! También le gustaba estar en la calle a las dos de la tarde «al chorrete» de sol y hasta un día le dio una golpiza a Mayer por meterse con su hermano. Con ese currículo era fácil pasar inadvertida. Pero ella no lo sabía. Se pasó toda la infancia sintiéndose como desencajada, como si estuviese tras un cristal de esos que mientras te dejan ver el mundo no permiten, implacables, que te vean, iguales a los de las ruedas de reconocimiento en «Hill Street Blues». Aprendió a coser botones y a freír huevos. También a tender la ropa como las señoritas, pero todo aquello nunca fue suficiente. En el colegio seguían sin verla a la hora de elegir delegado o de decidir lugares para ir de excursión. No querían escucharla y su madre solo tenía ojos para Ricardito, que sería abogado algún día. Algunas noches Wico lloraba por la opresión en el pecho, pero la mayoría de las veces se rebelaba y echaba a correr. Podía ser tan veloz como el que más y, sin embargo, en el instituto no quisieron nunca crear un equipo de atletismo, solo fútbol y las chicas si querían entretenerse, a jugar al bádminton. Después le salieron pechos y Wico tuvo que dejar de correr. A su madre no le parecía bien esa manía suya de correr como los machos y tampoco estaba por la labor de comprarle un sostén deportivo. Si le compraba a Ricardito las botas de fútbol, no había dinero para sus caprichos de marimacho. Y el único refugio que le quedó, fue el de los libros. Primero los de la mojigata biblioteca del pueblo y, después, los del Instituto. Allí viajó a sitios menos ásperos y, aunque le costó, comenzó a comprender su mundo. Siguió rebelándose, pero en silencio y en su cuarto leyendo a J. D. Salinger o a Delibes. Allí lograba visibilizarse en igualdad. También supo que su vida no era diferente a la de la mayoría de chicas de su edad y descubrió que no siempre las mujeres en las novelas hablan del amor y de sus hombres. Que podía ser la protagonista, que debía serlo. Quizá por eso, Wico vive ahora en un mundo raro, el suyo, y está sola.
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