domingo, 17 de julio de 2016

La tristeza se le había posado sobre los hombros


Aquel sábado por la mañana se había despertado temprano, como siempre, justo cuando el reloj, el suyo, marcaba las seis y siete de la mañana. Le hizo gracia como el locutor de la radio se trabó con lo enrevesado de la pronunciación horaria. Despertó y pronto atisbó los primeros rayos de luz; el verano se había impuesto por decreto, igual que las leyes injustas del gobierno. El verano le gustaba, pero todo cansa en exceso y más después de un duro invierno. El cuerpo se le había hecho al frío, a las nubes, a la soledad. Sí le gustaba el nuevo pan de cereales que vendían en su panadería de toda la vida. Barrió un poco el polvo y puso una lavadora. Era sábado, tocaba. Intentaba ponerle buena cara a la vida, pero subir cuatro pisos con una cesta llena de ropa sucia por las escaleras porque el hijo de los del ático no cuidaba que la puerta del ascensor quedase bien cerrada le perturbaba el ánimo. Quizá demasiado, no podía evitarlo. Su mal humor era solo un síntoma más de que la cosa no iba bien, sabía que estaba a un tris de llegar a ese lugar donde nunca sospechó estar: la rendición. Desde hacía unos días la tristeza se le había posado sobre los hombros y por más que hiciera intentos para sacudírsela no podía con ella. No quería rendirse. De verdad que no quería. Ojalá supiese la tecla a la que darle para que todo mejorase. Rezaba todas las noches con un golpe de suerte, de buena suerte, que por lo pronto le era demasiado esquiva. Cada mañana se levantaba lleno de energía, pero los tropiezos del día le hacían demasiado daño. Tanto, que ya no reconocía sus propios tobillos, repletos de golpes. Cada día lo intentaba, se prometía no desfallecer, pero la realidad de las cosas iba quitándole poco a poco lo poco que tenía. Veía, aterrorizado, como su cuenta de ahorros iba mermando en fondos y no sabía qué iba a ser de él. Le daba igual que fuera cuatro, que cinco, le daba igual todo, menos que le diese todo igual. Siempre luchando contra sí mismo y así no se puede vivir. No, no se puede vivir así, derrotado, sin fuerzas ni esperanzas. Y volvía a mirarse al espejo y se rebelaba, lo hacía con todas sus fuerzas. De verdad, que lo hacía. Lo hacía y lo soñaba... Y todo volvía, una vez más, a comenzar.

Hada chalada, de Bunbury.

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