Nunca deseaba que llegase la hora de comer. Le aterraba ese maldito
momento del día. Lo que daría porque desaparecieran los almuerzos para siempre,
pero no podía... Sufría por lo que estaba por venir y le dolía no poder
disfrutar de cada instante por culpa de la fuerza de sus temores. Soñaba con un
día llegar hasta el sol y abrasarse de amor. Eso, el amor, era lo único que le
daba ímpetu para continuar viva, aunque algunos mediodías no fuese suficiente
para calmar su triste agonía. Buscaba clavos a los que aferrarse y alentaba a
las agujas de su reloj rosa para que se anduviese rápido. Y todo porque un mal
día su amor falleció con la mesa puesta. Las lágrimas se le hacían infinitas,
tanto que si las hubiese juntado en un cubo podría dar de beber al sediento un
par de semanas, quizá hasta llegar el próximo otoño. Ahora sólo tenía aquellas
margaritas, llenas de luz y alegría, que con tanto cariño le había regalado él
justo antes de partir.
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