lunes, 24 de febrero de 2014
Aquella ciudad inmensa
¿Y no se ha acabado
el mundo?, pensó nada más despertarse aquella mañana tibia de invierno. Extrañado
miró por la ventana y vio que alguien había vuelto a poner las calles hoy con
sus coches, sus perros y también con sus papeleras repletas de basura. No cabía
duda: el mundo no se había terminado... El día se había desperezado, ya eran
las diez, y no le cabía otra que amanecer también. Bajó a la calle con lo
primero que pilló (una camiseta azul y sus vaqueros rasgados) y alegre y vivo
continuó por su sendero en busca de nuevos aires, de nuevas buenas. Ella estaba
donde siempre y, como siempre, se lo dijeron todo mirándose a los ojos. Les
sobraban las palabras. A él le volvían loco aquellos ojos turquesa, eran luz
entre tanta inmensidad. Le gustaba encontrársela siempre allí, como si nada más
importase. Y es que era así, nada más le importaba, sólo ella y sus ojos, y su
alegría. Estaba vivo para contarlo y quería zamparse la ciudad, gritar a los
cuatro vientos que aquello merecía la pena. Que valía la pena estar vivo. Siguió
su camino y los escaparates se lo comían, también los semáforos y las motos
aparcadas en las aceras. La gente se miraba, pero no se decía nada. Le
encantaba aquella ciudad inmensa, llena de historias diferentes, donde parecía
que todo era posible, incluso, que el mundo no se le acabase nunca.
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