Te vas y yo te dejo, de Joseles.
sábado, 6 de junio de 2020
Los que no habían tenido tormenta en casa
No recuerdo nada de lo que pasó antes a la tormenta.
Solo imágenes sueltas, pocos sonidos, casi ningún olor. Lo sé porque si me
preguntas por cualquier cosa de 1987 fallaré. No sabré las respuestas. Esos 365
días se esfumaron, se volatilizaron. Abrí los ojos una mañana, todavía no había
clareado, y oí a gente hablando en alto en el patio. Como si dieran gritos. No
pasa nada, duerme, me dijo alguien en susurros, pero desde ese día nada fue
igual. La tormenta se volvió nebulosa, como si el norte desapareciese de
repente y ya no supiéramos más qué teníamos que hacer, a dónde ir. Nos
convertimos en muebles que nadie sabía donde colocar. Todo lo de antes se esfumó
en un abrir y cerrar de ojos. De lo de antes, lo único que tengo son recuerdos
de otros, prestados. Por ellos sé que todo varió. Nunca los recuerdos fueron míos, porque
no me dio tiempo a conservarlos, era demasiado pequeño. Tampoco tuve derecho a
ellos, la tormenta era lo único que importó. Y traté de ser como los demás porque
era lo que tocaba, igual que los que no habían tenido tormenta en casa, como
los que se iban de vacaciones a la Meseta o les pagaban un campamento de verano
un mes en Cardiff, pero sus miradas nunca me dejaron ser. Fui ese mal necesario
que estaba a veces, esa estantería que nunca llegamos a tirar, pese a que hace
años que ya no está en el salón principal de la casa. Nunca fui uno de ellos,
parecían tan felices, ellos y también sus familias estructuradas. Y yo solo tenía ese
silencio que queda después de la tormenta. Aunque no lo nombrara siempre estaba
presente, absoluto, cubriendo todos los rincones, rellenando los huecos, asfixiándolo
todo. Y lo que vino no fue culpa de la tormenta, pero no supimos como
vivir después de ella. Tanto que no recuerdo nada de lo que pasó antes de los truenos y
relámpagos. Nada antes de la lluvia. Todo fue su muerte, las lágrimas, el
dolor, el luto.
martes, 2 de junio de 2020
Nos han robado el destino
Nunca sabremos todo lo que nos ha robado la pandemia. Nunca
lo sabremos. Jamás. Ese tiempo que no viviremos, esas risas que ya no
disfrutaremos. Esa vida que se nos ha escapado. Quizá lo peor sea que nos ha
regalado a manos llenas miedo. Eso sí que lo ha hecho, ha sido terriblemente
generosa en oprimirnos el corazón. Mirando desde el balcón como nada sucede,
como está todo detenido. Incapaces de vivir. Nos han robado el destino. Ese donde
íbamos a ser felices, en el que todo se enderezaba. Sí, nos lo ha quitado la
maldita pandemia, la alarma constante, todo lo invisible. Solo nos queda una
opresión en el pecho, esa incapacidad de respirar con normalidad y la idea
constante de que nos podemos esfumar en un segundo. Todo puede terminar
rompiéndonos en mil pedazos. Eso es lo único que tenemos ahora, la constatación
de que todo puede empeorar porque, al final, lo nuestro es eso, sufrir. Y hay
segundos en los que nos rebelamos, que queremos volver a lo de antes, como si
eso fuera posible, y esa imprudencia nos costará demasiado cara; no tendremos
nada para abonar nuestra deuda, que será definitiva…
Precipicio al mar, de David Otero
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