Estuve mal, sé que lloraste por mí… Retumba la
canción y ya nada es importante, nada más. Bailo sin parar, brinco hasta las
estrellas y mis manos se me desprenden buscando un techo que no existe. La felicidad
debe ser algo parecido a todo esto. Una canción tras otra. No hay cansancio,
nadie desfallece. Todos avanzan, lo hacen sin cadenas. Las luces de colores, luces que no
dejan de agitar el aire del inicio del verano. Pronto se irán a Copenhague y
Berlín. Eso nos dicen. Pero eso quizá sea lo de menos. Compréndeme ahora que todo
cambió… Los chicos sonríen, unos en pantalón corto, otros con orejas de gato
japoneses. Vi alguna chola también. Y su acento porteño lo hace todo un mejor. Qué
bonito cuentan las cosas, como si te acariciaran la nunca antes de la embestida. No es un arte sencillo, como
tampoco lo es seguirles los pasos cuando las canciones no se detienen. Necesito
una copa, una en vaso de tubo. Dentro siento tu calor, tus embestidas, todas las
que no fueron. Borraste la pizarra demasiado rápido, tenías unos calzoncillos
naranja. Y vuelvo a la música, a la falta de aliento. A las canciones alegres
de letras tristes. El éxtasis de santa Teresa debe ser esto, lo que me ha conquistado el pecho. Y los dedos se me hacen mariposas que aletean sin descanso, también
las muñecas. No miro a los lados. Solo las canciones de Miranda y yo. Es que
soy prisionero de un error, un tonto arrepentido que por hoy ha preferido
invocar al olvido y suplicar de rodillas perdón…
Prisionero, de Miranda