Las
ocho de la mañana, veintiséis grados. Cierro la ventana, abro el balcón. La calima
complica respirar. El cielo sin nubes dice pocas cosas. Dejo la mente en blanco
y comienzo a hacer cosas: el té, la ropa del tendedero, una mochila negra, la
botella de agua fría, bolsas de la basura… Y cuando me quiero dar cuenta estoy
leyendo el País en una guagua que no sé a dónde me lleva. La música ha dejado
de sonar y trato de recordar ese estribillo de Ladilla Rusa que siempre me
dibuja sonrisas. ¿Cómo era? Apenas hay caras conocidas. No están, han dejado de
estar. La niña con síndrome de down está dentro del agua, chapoteando, parece
feliz, y unos evangelistas cantan canciones al final de la playa. No hay olas,
se han ido de vacaciones. Y me cuesta respirar, y solo pienso en el regreso. En
todos esos sitios en los que nunca debí estar. Y también en los que sí. Los días
pasan y ya no me atraviesan. Me zambullo y debajo del agua sigo sin hallar
calma. Cada día falta menos, cada día cumple más. Me seco un poco y echo a
andar, lo hago mientras me derrito entre potros que ya no me convencen. Todo ha pasado,
en casa todo es distinto. Puede que parezca un loco, esta vida sabe a poco…
Miro la lista de nombres, una vez más, me detengo en cada uno. Ninguno quiso
conmigo, cuando estás solo la calima complica respirar...
Este amor, de Elefantes