jueves, 16 de agosto de 2012

Dulces increíbles

Ruth estaba delante de aquel escaparate lleno de dulces increíbles. Sus ojos bien abiertos no daban crédito y su boca hecha agua era incapaz de cerrarse. Había manjares de crema, fresas, hojaldre, manzana, calabaza, pero sobre todo de chocolate. La pequeña se pasaba en frente de ‘Dulces y caprichos’ todas las tardes desde que recordara, aunque sólo podía comprar los domingos por la tarde, después del partido y siempre que el equipo de papá hubiera o hubiese ganado. Un día llegó a casa con la cara llena de ese azúcar blanco que espolvoreaban por arriba y los dedos de las manos pegajosos por culpa de aquella maravillosa crema. Nunca olvidaría la bronca de mamá, pero aun así aquella noche durmió plácida soñando con dulces de asombrosas formas y sabores. Deseaba tanto entrar, que poco le importaba lo que sucediera a su alrededor, que la casa necesitase un pintado urgente o que el grifo de la pileta gotease sin descanso. Con la llegada del calor, la ceremonia se retrasaba y en lugar de llegar al frontal de la dulcería a las cinco lo hacía a las seis y media, casi siete. El sol daba demasiado en aquella zona de la capital. Las dependientas apenas la veían, camuflada en la cotidianeidad de los días, pero ella estaba allí observándolo todo. Sabía que don Luis prefería los tubos de crema y que Soraya sólo besaba detrás del descampado a los chicos que le compraban conos de chocolate. Los que menos éxitos tenían eran los de nata y frutas como el kiwi o la naranja amarga. La manzana, por el contrario, se imponía entre las señoras de mediana edad y las cerezas entre las niñas menores de doce. Con el paso de los años, poca cosa cambió. Ruth seguía yendo a ‘Dulces y caprichos’ los domingos por la tarde a comprar uno o dos pastelitos y aquellos instantes se le hacían deliciosamente eternos. La crisis no afectó en demasía su bolsillo, que nunca estuvo lleno y eso propició que el rito se prolongase en el tiempo. Quizá nunca sería una chica lista, ni delgada. Quizá… Tampoco aspiraba a ello, Ruth sólo quería sentir y allí, delante de aquel escaparate, era capaz de hacerlo sin miedos, ni temores.

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