martes, 5 de agosto de 2014

Decorados sin color, para una vida triste

Las puertas se le habían cerrado un jueves del mes de marzo. Hacía ya casi cuatro años que había perdido su empleo y desde entonces todo había comenzado a ir cuesta abajo. Las primeras llamadas de confraternización fueron dejando paso al silencio más absoluto. A las pocas semanas ya nadie quería saber nada de ella, estaba ahora sí fuera, irremediablemente, del sistema. Después comenzó el toque de queda, sin dinero poco había que hacer fuera de sus dominios. Su vida parecía entonces una sitcom de los años 80, una de aquellas dónde todo transcurría entre las cuatro mismas paredes. Decorados sin color, para una vida triste. Las restricciones de comida también la alcanzaron, su nevera dejó por arte de magia de llenarse. Y a medida que esto sucedía, las ganas de todo fueron incrementándose exponencialmente. Vivía en un sempiterno desconsuelo. Quiso mudarse a un banco y un alquiler más baratos, pero sin ese maldito papel que dice que estás en nómina no había qué hacer. Sin saber cómo, también había dejado de ser ciudadana. A veces tenía la sensación de ser un azucarillo que se había disuelto en la nada, que era invisible al resto y que nada podía hacerla regresar al mundo de los vivos. Con los amigos, el dinero, la salud y la esperanza también se le había ido de paseo la autoestima. Igual que uno de esos maridos que salían a por tabaco y jamás regresaban. Ahora, sin nada, poco más tenía que perder.

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