domingo, 26 de junio de 2016

El reloj de la cocina


El reloj marcaba las once y veinticinco y el sol había comenzado a cascar fuerte. Los malditos gusanos seguían devorando mis geranios y se me terminan las ganas de seguir luchando contra ellos, contra todos. El reloj marcaba las once, casi y media, y no sabía muy bien qué hacer. Por la tele seguían echando reportajes sobre el asesinato de una mujer. Sus hijos la habían dejado morir de hambre. La policía había encontrado su minúsculo cuerpo tumbado en un pajero lleno de miseria. En los mismos Servicios Sociales donde no constaba absolutamente nada de aquella mujer septuagenaria, cada día se agolpaba la gente buscando una limosna. El encargado de seguridad, hombre de ley y porra suelta, lograba domar a la masa enfurecida. El reloj de la cocina marcaba las once y veinticinco y a María del Carmen su médico le había repetido la medicación: un antidepresivo de marca y un ansiolítico de los baratitos, no sea que las arcas de la sanidad pública se resientan. Su médico, el doctor Almena, un santo donde los haya, nunca le ponía pegas para recetarle lo que necesitaba. Nada más verla, hacía ya un par de años le diagnosticó la depresión y ahí sigue, en apenas cinco minutos supo lo que tenía. No necesitó más. Faltaban cinco para las once y media y Adriana había vuelto a faltar a clase. Había ido a unas seis clases de gimnasia en lo que llevábamos de curso. Su madre, indignada, no entendía la razón por la cual los profesores perseguían a la muchacha. Le tienen la baja cogida, se lamentaba al tiempo que los amenazaba con dejarles sin ruedas, ni coches. Los maestros miraban para otro lado, no querían ver el segundo embarazo de Adriana. Su madre, tampoco. Creo que el reloj no quiere avanzar más, continúa marcando las once y veinticinco. Eso, o se le han gastado las pilas...

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