El chico de ojos tristes perdió. No podía ser de otra forma. Su ángel le había avisado unos días antes, pero no quiso escucharlo. Al final no pudo ser. Estas cosas pasan, aunque esto no sea lo mejor.
Ahora está bajo el filo de una espada. De esas que siempre están a punto de caer, pero no lo hacen, aumentando así la agonía y el dolor. Ese que es perenne. Lo que daría por encontrar a algún ángel que sí le sonría a él.
De lejos es tan maravilloso. Le miraba, pero él no correspondía. Nunca lo hace. Sus ojos, color almendra. Su nariz extraña. Sus labios diminutos. Y su dulce acento. Demasiadas virtudes, quizá. Al final, escogió. O no, nunca se sabe.
El caso es que allí estaba en una tarima, elevado, cerca del cielo, pero agarrado al suelo. Las luces le hacían brillar más de lo habitual. La música iba al compás de sus pies. Todo era perfecto. Todo menos un ínfimo detalle. No estaba solo.
Y yo que creía que los ángeles bailaban solos. Leyendas urbanas, supongo. A partir de ahí, preferí no mirar más. Lo que había ido a ver, ya lo había visto, por lo que es mejor no deleitarse demasiado en el dolor. Y más cuando es el propio.
Después sus ojos pasaron justo a mi lado. Me vieron. Ahora sí, pero ya era demasiado tarde. Fue sólo un instante marcado por la brevedad absoluta, pero suficiente. Y a desde ahí ando triste, más de lo habitual. Nada es como esperaba. ¿De quién será la culpa? ¿Habrá algún culpable?
Su olor desaparecerá poco a poco. Debe hacerlo. También sus huellas en mi piel. Su recuerdo. Sus palabras. Sus mentiras. Todo, hasta su sonrisa, que ahora es lo único que me importa.
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