No recuerdo muy bien su nombre. Creo que se llamaba Carolina, aunque no estoy seguro. No me lo esperaba, pero me dijo que sí. Fue una sorpresa extraña... ¡Cómo tantas otras que han decorado mi vida!
Hacía calor y era de noche. Las farolas iluminaban a destiempo y la salsa coloreaba el ambiente. Eso fue así hasta que sonó la lambada, aquel baile prohibido que nos cautivó a finales de los ochenta o principios de los noventa, no lo recuerdo bien. Era un perfecto danzarín, igual que ella. Pero la cosa no cuajó. Ella me sacaba treinta centímetros, era rubia y de ojos increíblemente azules. Vamos, todo un partidazo...
Anoche la recordé. En una emisora de radio sólo emitían "salsa", no podía dormir y me pregunté qué diablos habría sucedido con la dichosa lambada. Ese sonido brasileño tan divertido, que lograba que todo el mundo comenzase a hacer el tonto cuando arrancaba la música. Siempre acababas muerto, cual cachalote varado en una playa de arena volcánica, pero merecía la pena.
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