Otra vez lo ha hecho. No sé cómo diablos me embauca, pero siempre lo consigue. Me eleva hasta el cielo, hasta lo más alto, para luego, sin saber muy bien cómo, dejarme solo, en el aire, abandonado. En el vacío, cual moribundo que sólo siente una irremediable angustia. La pena se hace extrema, pero se deja vencer por la agonía. Dolor y sufrimiento, que es más doloroso porque minutos antes había sabido de lo que se siente en el Paraíso. Ese lugar en el que el tiempo no existe y en el que muy pocas veces he estado, pero al que deseo volver.
La última vez, por ahora, fue en el mismo lugar que la primera. Cosas de la vida, que a veces da vueltas y vueltas y es de mil colores, todos distintos. Recuerdo aquel día, como si fuera este. Era mediodía y llegaba tarde. Lo vi y ya no pude hacer otra cosa. Lo que me rodeaba daba igual, igual hoy. Pero esa otra historia, la del principio, tal vez la cuente otro día… Porque la desazón me inunda y tengo que luchar para no dejarme vencer.
Al final, agonía. Agonía tras dar un paso más hacia él. Tiene esa virtud, la de lograr que algo bonito me sitúe al borde de un precipicio al que no sé si debo saltar. Me intranquiliza, me deja con ese sabor agridulce en las entrañas que no me permite disfrutar de haber estado cerca de sus ojos, ni de su voz, ni de sus pulgares...
No hay comentarios:
Publicar un comentario