miércoles, 6 de junio de 2007

El tranvía


El niño de las mariposas gris plomo iba todas las mañanas junto a los raíles del tranvía. Allí, junto al césped verde y a los adoquines carmesí, se tumbaba acurrucado con la cabeza muy cerca del suelo. De ese que siempre está caliente y que se mueve a cada paso del secundero del reloj de la rota iglesia del barrio.
Aquel viaje religioso se había convertido en un ritual diario. Una obligación para sus sentidos y también para su frágil alma. La que está convaleciente. La finalidad estaba clara, sólo en ese lugar podía estar cerca de sí mismo. Allí era él. Sólo eso. Y no otro.
Junto a las vías podía escuchar el ruido que hacía el tranvía cada vez que pasaba a su vera. Ese sonido intranquilizador le gustaba. Le daba miedo y por eso no deseaba dejar de escucharlo. Igual que tampoco quería dejar de oir la voz del niño del pantalón rosa claro, ni las olas furiosas que golpean sin compasión las rocas del acantilado.
Solamente escuchando ese particular y único sonido podía viajar a otro mundo. Al suyo. A ese que está aquí, pero que no se ve, ni se toca con los pulgares de unas manos torpes, tontas e inexpertas. Ese mundo que es sinónimo del desastre, del dolor y de la muerte. Pero de ese desastre añorado, de ese dolor sufrido y de esa muerte alegre. Porque, al final, en ese maravilloso rincón del planeta es donde único podía ser feliz.
El leve transcurrir del tranvía intranquilizaba sus intestinos. Los desazonaba, pero al mismo tiempo era un bálsamo para sus oídos.
Cada mañana permanecía allí unos segundos. Los justos para sentir como el tranvía se acercaba desde una lejanía remota, pasaba junto a su alma y se marchaba irremediablemente a un destino que no era el suyo. Lo sabía, pero también que al día siguiente regresaría a aquel anden destartalado y alejado de los vivos y de los muertos. Allí era el único lugar donde podía jugar acurrucado con todas sus mariposas gris plomo.

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