-¿A qué sabe el dolor? A flan de huevo barato.
Se oye un quejido. Es profundo. Creo que viene del otro lado de la puerta. Después, un llanto inconsolable. Así un buen rato. Tal vez excesivamente largo. Las horas pasan y continúa llorando. Más tarde, casi al final, me doy cuenta de que esos sonidos tristes no vienen de fuera, sino que emanan de dentro porque soy yo el que llora. No pude soportar ese dolor tan fuerte. Por eso preferí pensar que era otro quien sufría. Sus palabras me abofetearon suavemente, pero lo hicieron. Sé que no quiso hacerme daño, pero... me lo hizo.
-A partir de ahora todo lo que viene es bueno.
No es la primera vez que lloro por ti y posiblemente tampoco la última. Mientras me contabas que en tu puzzle mágico, aquel que yo te había regalado hace unos días, no había sitio para mí, mi corazón dejó de latir. Seguías hablando y hablando, pero yo ya no te oía. No escuchaba nada, sólo intentaba tragar -siempre trago- y que no notaras en mi voz que lloraba por ti. También quería colgar el teléfono para poder velar mis entrañas muertas.
-Que seas feliz es para mí lo único que importa.
Me pediste que mañana te llamara. Lo haré. No sé cuando, ni como. Aunque juntar todos lo cachos de mi corazón para que no te des cuenta de que está profundamente roto no será nada fácil. Lo intentaré, pero te aviso de que mis dedos ahora saben a flan de huevo barato. De ese que se compra en el super y que nadie quiere. No hay dinero para otro más sofisticado, dicen y acepto.
-Te quiero.
Mañana será otro día. Tendrá otros colores, otros sabores. Viajaré lejos y regresaré. Será complicado saber que no estarás cerca. Ni siquiera existe la posibilidad, por pequeña que sea, de verte. Sólo me queda soñarte. Recordar tu leve sonrisa. Tu brazo y tu tobillo. Cada una de las partes que conforman tu cuerpo. Al mismo tiempo, procuraré seguir caminando. El sendero es sinuoso. Con trechos alegres y otros tristes. Todo da vueltas, pero te quiero.
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