Sigo luchando contra mi mismo. Contra lo que siento y sobre todo contra lo que intuyo.
Todo iba sobre ruedas. La mañana comenzó pronto. El despertador, ese viejo y mono que preside mi escritorio, sonó indecente, temprano y rápido. El teléfono móvil le siguió como un tonto. No me gusta que me llamen a esas horas, me da miedo recibir malas noticias. Después me sentí como una sardina en lata. No sabía que el tranvía iba tan lleno a esas horas. Que cabían tantas personas en esos pequeños vagones. Tampoco que la gente se levantaba temprano y los coches andaban tan divertidos por las calles. Lo mejor, una niña con su abuelo, que me miraba asustada mientras los usuarios del novedoso medio de transporte –quién se acuerda ya del de principios del siglo XX- no le permitían moverse.
Más tarde seguí a la carrera y lamenté haber salido de mi casa con ese suéter verde tan bonito que tengo y que me compré un día en una tienda que ya no existe, ni nadie recuerda.
Todo iba sobre ruedas hasta que recibí un mensaje de texto. El reloj marcaba las 12:30 horas. Llamé sobre la marcha. Entendí el recado. Era para un favor. Como amigos. Acepté. Claro, dije sorprendido. No por la petición, sino por que se sorprendiera de mi respuesta.
Lo hice mientras tomábamos algo. Primero atendió a su amiga y luego me tocó a mí. Con ella no tuvo prisas, pero la chica se fue pronto. Nos quedamos solos después y ahí es cuando comenzó a hacer llamadas y enviar mensajes de texto, mientras yo le hacía el favor que me había pedido. Un segundo después de terminar, se fue. Tenía mil cosas que hacer.
Eran las tres de la tarde y me quedé de pie como un tonto. Se perdió entre la gente. Y yo luchaba contra la certeza de que no me quiere. No estoy preparado para asumirlo aún. Sigo pensando que tal vez algún día se gire y me diga te quiero. Me puse un poco triste, pero luego se me pasó, como una nube tranquila en verano.
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